De lejanas tierras
No tenemos demasiados alumnos extranjeros en la Uni, aunque cada año viene alguno de Bolivia, Ecuador, Bosnia, Marruecos... pero son una minoría entre los más de mil alumnos españoles que pueblan nuestras aulas. La integración no es demasiado fácil. A los catorce, quince, dieciséis años, se encuentran con todos los problemas normales de la edad, que no son pocos, y un montón de rechazos, incomprensiones, problemas de idioma... no voy a descubrir nada nuevo. Sus compañeros a veces los aceptan, a veces son indiferentes y muchas, demasiadas veces, son claramente hostiles.
-¡Qué, Mustafá! ¿Cómo se iba en la patera?
-Yo no soy racista, soy organizao: cada uno en su sitio.
-Los chinos son todos tontos...
Si estoy delante, se suelen guardar de expresar sus ideas (aprendidas en casa, obviamente) xenófobas y racistas: saben que me pongo hecha una furia... Por lo general, he podido comprobar que cuanto más bajo es el nivel intelectual y académico de una clase más reacios son a admitir a los de fuera... Como un grupo que este curso cuenta entre sus alumnos con un niño marroquí. Está recién llegado, no domina aún el idioma (cuando vino hace unos meses, no hablaba nada de español), y para colmo ha caído en el grupo con más prejuicios y peores intenciones de todo el instituto. El chaval lo va superando, ya que es muy espabilado y maduro para su edad, y a base de aceptar con deportividad las bromas, a veces ciertamente malintencionadas, de sus compañeros, y de forjarse un personaje ("el pupas"), va haciéndose un pequeño hueco en el aula.
En la de informática, precisamente, estábamos esta mañana. Tiene algunas dificultades para hacerse con las nuevas tecnologías, que son completamente nuevas para él, pero aprende deprisa: ya tiene cuenta de messenger y me ha contado que chatea con uno de sus hermanos que quedó en Marruecos, por las tardes, desde la biblioteca pública del pueblo en el que vive. Tenían que buscar una información en internet y completar un diario de Moodle... mientras terminaba de explicar la actividad, vi en su monitor que él ya estaba manos a la obra. No es muy diligente con las tareas de clase, así que me escamó tanta rapidez... amplié su pantalla y estaba escribiendo un extraño nombre en Google. Cuando ya estaba a punto de decirle que se dejara las tonterías y que hiciera su tarea, me callé de golpe: había escrito el nombre de su pueblo, para enseñárselo a su compañero. Por un instante, su cara se tornó luminosa. En voz baja iba describiendo las imágenes tan sabidas y tan añoradas... Al momento se levantó curioso el chico del ordenador de al lado, y enseguida otra chica de detrás; se formó un pequeño grupo al que él iba explicando: mira, en esta calle vive mi primo... mira, mira qué playa más bonita tiene mi pueblo... los demás callaban, y, por una vez, entendían.
Todas las suspicacias, incomprensiones, recelos... se disolvieron delante de aquella pantalla de ordenador, y se logró por un instante, inesperadamente, naturalmente, la comprensión, o sea, la integración.
Claudio Arrau, piano.
1 comentarios:
Cuando yo era niño (y también de adolescente), me fascinaban los extranjeros, por los que sentía una admiración casi irracional. Por el solo hecho de haber nacido en lugares remotos a esta llanura infinita ya eran merecedores de mi mas alta estima. Si, además, su físico los delataba, mi admiración era supina: negros, chinos, árabes... Eran pocos los extranjeros que arribaban a las 'procelosas' tierras de Albacete y por eso sus fisonomías me hacían soñar con lugares exóticos mientras, aunque fuese indirectamente, aprendía que el mundo es muy grande y que abordarlo era la aventura suprema...
Los localismos, el 'apego al terruño', me ha parecido siempre una exhibición de "paletería". Los extranjeros que vienen a nosotros, en busca de una oportunidad para vivir mejor, -al margen de otras consideraciones- deberían ser bien recibidos, pues nos enriquecen con su cultura. Sé que esta es una moneda de muchas caras, y no todas son amables, pero quedémonos con la mejor, ¿no?
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