A Don José María Parra, mi profesor de piano tantos años, con todo mi agradecimiento.
A M ª Llanos Pérez Raya que, sin saberlo, me presentó la ópera.
A pesar del frío, aquella tarde de febrero cogió sus partituras del desordenado montón que cubría casi por completo el piano, las metió en la carpeta recién forrada con fotos de guapos actores sobre un coqueto fondo rosa, se puso el abrigo y los guantes, y salió a la calle como una exhalación. Nunca faltaba a clase de piano por muy mal tiempo que hiciera. Primero, porque le encantaba, y segundo, porque la primera enseñanza que le habían transmitido sus padres era la formalidad y eso, a los once años, ya estaba bastante bien aprendido... pero siempre había alguna pequeña concesión a la relajación de las costumbres, y llegar cinco minutos tarde a todas partes era casi casi un ritual, aunque siempre tenía mala conciencia por ello. Por eso corría, aprentando contra su pecho la carpeta renovada.
Entró atropelladamente en el Conservatorio y... qué fatalidad, siempre le pasaba lo mismo... el día era tan frío, y era tanto el calor de la multitud de madres y abuelas que esperaban el fin de las clases en el vestíbulo haciendo punto en animada charla, que por un instante dejó de ver. Sus gafas, totalmente empañadas por el contraste térmico, fueron quitadas nerviosamente de la punta de su nariz, que era donde habitualmente se alojaban, y limpiadas, con no mucha eficacia, con el extremo del jersey... y subió casi tropezando con las escaleras, a punto de perder las partituras, refunfuñando... qué poco veo sin gafas... voy a llegar más tarde que nunca.
Don José María le estaba esperando, con su habitual aire un poco paternal y muy bonachón. Era bajito, muy poco más alto que ella, gordezuelo, con esas manos que eran la antítesis de lo que se entiende que han de ser las manos de un pianista pero que, una vez en acción, podían hacer salir toda aquella música maravillosa del mismo instrumento en el que ella tropezaba y maltocaba las partituras que llevaba enfundadas en su carpeta.
Mientras se quitaba el abrigo y se ponía bien las gafas, colocó sobre el atril las partituras de la clase del día. Czerny, Bach, Beethoven... pero cuando por fin se sentó y empezó a ajustar la altura de la banqueta, un ligero toque en la puerta le avisó de que la clase no iba a empezar. Entró otra profesora, la de canto, que saludó con su alegre sonrisa a Don José María y le preguntó, con cierta coquetería, mientras clavaba en la niña sus enormes ojos enmarcados por larguísimas pestañas absolutamente cargadas de rimmel... "¿estás ocupado?", a lo que él contestó "claro que no", indicando a la niña con la mano que se sentara en una de las butacas de la clase-despacho, a esperar.
Mientras Llanitos, que así era conocida familiarmente la profesora, hacía unos curiosos ejercicios para calentar la voz, recorrió el aula con la mirada. En realidad, no era un aula normal, sino el despacho del director del Conservatorio, que tenía allí un piano y recibía a sus alumnos al tiempo que atendía sus obligaciones directivas. El techo era altísimo, la puerta estaba pintada de blanco y tenía cristales de esos que asemejan la textura del arroz con leche, dejando pasar la luz sin restar intimidad. Había una gran mesa de despacho con un sillón que, definitivamente, le quedaba un poco bajo al profesor, dando la sensación de que estaba allí de prestado, un poco dominado por todos aquellos montones de papeles que parecían querer escapar de su control. Una pequeña mesa de centro en otro rincón de la clase con cuatro butacones como los de las salas de espera de las consultas de los médicos, y el piano, completaban la decoración. El piano tenía una pequeña marca marrón entre las dos últimas teclas... cuando Don José María se ponía a tocar para ilustrar a sus alumnos, solía estar fumando, y en lugar de apoyar el cigarrillo en el cenicero, lo abandonaba entre las dos últimas teclas, con la parte encendida para fuera... siempre explicaba más de lo que pretendía en un principio, con lo que el cigarro se consumía antes de que su propietario lo retomara, quedando el blanco esmalte de las teclas quemado con la marca marrón que todos sus alumnos reconocían al instante.
Por fin terminó todo aquel lío de escalas y gorgoritos de abajo a arriba, de arriba a abajo, empezando cada serie con unos simples acordes que servían como de colchón a la voz, y de repente, un sonido delgado, anhelante, por fin musical, le devolvió a la realidad. La niña, sorprendida por la belleza de aquella música, sintió un escalofrío recorrer su espalda.
Un bel dì, vedremo
levarsi un fil di fumo
sul'estremo confin del mare. E poi la nave
appare. Poi la nave bianca
entra nel porto, tromba il
suo saluto. Vedi? È venuto!
Io non gli scendo incontro.
Io no. Mi metto là sul ciglio del
colle e aspetto, e aspetto gran tempo
e non mi pesa, la lunga attesa.
E uscito dalla folla cittadina
un uomo, un picciol punto
s'avvia per la collina.
Chi sarà? chi sarà?
E come sarà giunto
che dirà? che dirà? Chiamerà
Butterfly dalla lontana.
Io senza dar risposta
me ne starò nascosta un po' per celia...
e un po' per non morire
al primo incontro,
ed egli alquanto in pena chiamerà, chiamerà:
piccina mogliettina olezzo di verbena,
i nomi che mi dava
al suo venire
Tutto questo avverrà, te lo prometto.
Tienti la tua paura,
io con sicura fede l'aspetto.
Era demasiado pequeña para saber que el texto estaba en italiano, y que hablaba de la esperanza y del soñar despierta de una joven japonesa que en vano recreaba en su imaginación el ansiado momento en que volvería a ver a su amado, al hombre que la había abandonado. Nada de esto podía saber, pero entendió y sintió, a su manera, que aquella música era verdaderamente bella, y que no quería que acabara jamás...
Un hermoso día veremos alzarse
un hilo de humo en el horizonte.
Y entonces aparecerá la nave.
Luego, esa nave blanca entrará
en el puerto, atronando con su saludo.
¿Lo ves? ¡Ya ha llegado!
Yo no bajo a encontrarme con él.
Me pongo allí, en lo alto de la colina,
y espero, espero largo tiempo
y no me pesa la larga espera.
Y saliendo de entre la multitud
un hombre, un punto pequeño
se destaca por la colina.
¿Quién será? Y cuando llegue,
¿qué dirá? ¿qué dirá?
Llamará a Butterfly desde lejos.
Y yo, sin dar respuesta,
estaré allí escondida,
un poco para inquietarlo,
y un poco para no morir
al primer encuentro, y él,
con alguna inquietud, llamará, llamará:
"Pequeña mujercita, olor de verbena",
los nombres que me daba
cuando volvía a casa.
Todo esto ocurrirá, te lo aseguro.
Guárdate tu miedo,
yo con firmeza le espero.
Contuvo la respiración, cerró los ojos, vivió tan intensamente aquellos sonidos mágicos que casi se le escapó una lágrima, escuchó... y no supo que acababa de conocer la ópera. Sencillamente, con la naturalidad de los niños, guardó en su corazón lo que había escuchado aquella tarde de invierno, terminó su clase y se marchó a su casa, como un día más. Porque las cosas importantes que nos pasan, nos pasan así, sin saberlo, un día cualquiera...
*****
Cada día, al levantar la tapa del piano del aula de música, mientras paso lista, no puedo evitar volar por un instante hacia esas tardes lejanas... hay una pequeña mancha marrón entre las dos últimas teclas.
*****
La música es el aria Un bel dì vedremo, de la ópera
Madama Butterfly de
Giacomo Puccini. Canta
Montserrat Caballé.
El texto y la traducción son de
Kareol.
La imagen es del sitio
http://www.sxc.hu/